Mi actividad cotidiana es una mezcla acciones intelectuales, temprano, bien temprano por la mañana, hasta la hora que llega mi colaborador para realizar tareas de construcción a quien asisto en carácter de peón diplomado, según el proyecto que horas antes pergeñara.
Entre ambos sumamos ciento cuarenta y tres años, y construimos con miras a otros tantos, en jornadas de cuatro horas diarias, con dos almuerzos semanales, de carne asada, al mas puro estilo argentino, que acompañamos con un par o mas de vasos de vino Tempranillo en mi caso y dos vasos de jugo mi compañero de trabajo que no toma vino por cuanto se lo tomó por adelantado en tiempo de su juventud.
Coincidimos, que no existe felicidad mayor que poder compartir un almuerzo con carne asada, nada, nada en la vida puede ofrecer un placer mayor, y casualmente hoy mientras discurríamos sobre ello, también coincidimos que preferíamos el destino del infierno, por cuanto allí es donde podíamos seguir comiendo asado, especialidad que seguramente dominaba el diablo como asador con su largo tridente, tal me señaló don Mario.
Don Mario no es Cayo Mario, por sus acotaciones ingeniosas antes luce como Ciceron su maestro, dispone de un sólo molar, sin perjuicio de lo cual manduca como el mejor y tiene la grandiosa sabiduría de no contradecir nunca.
Tanto don Mario, como yo, coincidimos, no sentíamos deseo de acceder al cielo, silencioso frío y helado, donde el vino es reemplazado por el agua en cubitos, donde si bien hay electricidad no hay brazas, en contraste con el cálido y profundo averno, con la música altisonante del crepitar de la carne asada.
Ahora, mientras me preparo para realizar el último corte del pasto del verano, ya superado el día del equinoccio, no quería dejar pasar la idea y escribir esto que me revelara Apolo, durante el almuerzo.
viernes, marzo 21, 2014
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