Habíamos alquilado una vieja casa, con varios cuartos, en el histórico barrio Clínicas, barrio de estudiantes por excelencia de la ciudad de Córdoba, de casas antiguas que algún padre de los compañeros había habitado y sus hijos de encargaban de proclamar difundiendo sus antecedentes y de tal forma hacer participes a los actuales del orgullo de vivir en tan ilustre ámbito.
Todos éramos oriundos de la ciudad de La Falda, conocidos de toda la corta vida, así constituíamos un grupo con gustos afines, pero por sobre todas la cosas, conformábamos un ateneo permanente, donde cada uno diariamente aportaba sobre alguna curiosidad propia de su carrera, ciencia o de cualquier otro ámbito de la vida, deportes, cine, mujeres…..el objetivo era graduarse, sobre lo que generalmente derivaban las conversaciones, de política nada, pero atención digo nada y era absolutamente nada.
Ese día, 29 de mayo, se había desatado el infierno, algunos como mi caso, nos había atrapado en el centro de la ciudad, invitado por el mas burro de los compañeros, a ver de qué se trataba el “paro activo” de la clase obrera, debimos volver haciendo un largo rodeo, esquivando balas y bombas de gases.
Al mediodía la policía había sido superada, la ciudad a merced de los huelguistas a los que se fueron sumando otros muchos que destrozaban todo, si, todo.
El ejército era el encargado de restablecer el orden, que ingresó en la ciudad a paso marcial desfilando por frente a nuestra casa, alrededor de las siete de la tarde, nosotros orden cerrado, hasta que una vecina estudiante crónica de no sé qué carrera, nos pidió la acompañáramos porque sentía miedo y allí fuimos los seis, el séptimo tuvo la buena suerte de encontrarse en la casa de la novia, así paso el conflicto en un nidito de amor.
Afuera sólo los soldados y un héroe a quien no conocíamos, obrero que vivía en un departamento de las inmediaciones y corría alcoholizados por los techos desde donde disparaba insultos y cascotes a la tropa, que parecía provenían de nuestra casa, que tenía una luz encendida.
Cuando comenzaban a derribar la puerta, gritamos que no hay nadie, que estamos todos aquí, departamento inmediatamente contiguo, así les permitimos el ingreso y cuando nos vieron no les quedo duda éramos los responsables del ataque, manos a la cabeza y a la calle, acostados en el piso, apuntados por armas que había estado disparando hasta el encuentro.
Se produjo el milagro, el asistente del jefe de la patrulla de nuestra edad y del mismo pueblo, cuando nos vio grito, estos no pueden ser, yo los conozco, que su jefe acató inmediatamente, permitió volviéramos a nuestra casa y se incorporó con nosotros como un compañero mas, durante un largo rato intercambiando conceptos como si fuéramos viejos amigos.
El insurrecto en determinado momento ofreció blanco, cuando apuntaron hacia él intercedió nuestra vecina diciéndole que tenía hijos. Bajaron el arma.
Hugo Mazzuco nuestro salvador se encargó por varios años recordarnos que merced a su intervención habíamos zafado
sábado, abril 14, 2012
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